Bisuldunum como se conocía a Besalú en la época romana, es uno de estos pueblos. Orgulloso de su pasado se ha convertido en una de las muestras más fidedignas del mediévolo catalán. Dependencia del condado de Gerona en tiempos del Imperio Carolingio y convertido en estado independiente en el año 902, gracias a las reformas que llevó a cabo Wifredo el Velloso, conde de Barcelona y de Besalú entre otros, fue punto clave de comercio en la comarca. Pasó a ser condado independiente y tuvo su época de máximo esplendor hasta que en 1111 se fusiona con el condado de Barcelona.
Fortaleza entre dos aguas: el Capellades al sud y el Fluviáal norte a Besalú se accede de forma premonitoria; cada visitante sabe que va a adentrarse en una época tan remota como enigmática. El puente Viejo aparece como si de una visión se tratara. Los reflejos que provoca sobre las aguas del Fluviá hipnotizan. Majestuoso, envuelto en una áurea de misterio, por los haces de luz y la neblina característica de la zona, esta construcción del siglo XI fue antaño punto clave en la fortificación del poblado.
Libertad, es el nombre de la primera plaza que encuentro. Austera y porticada me hace recordar la rigidez de la época medieval. Con tan sólo una mirada me conciencio de lo importante que debió ser en su día. Antiguo cruce de caminos y punto neurálgico comercial, aquí, coexisten el Ayuntamiento y el antiguo Palacio de Justicia, Corte Real y sede de la Veguería, la Cúria Real. Una edificación del siglo XIV y con estructura arquitectónica de transición entre el románico y el gótico.
Pero sigamos adelante, y bajo recomendación de la guía, entro en la Cúria, donde al visitante se le ofrece una pequeña sinopsis animada sobre la historia de la población. A pocos metros, me encuentro con un antiguo hospital: el de Sant Juliá, que, para mi sorpresa, nada tiene que ver con el hospital de nuestros días. Gestionado por los monjes benedictinos, cuya máxima era rezar, trabajar y dar hospitalidad, ofrecían pasar la noche gratuitamente a los peregrinos. La climatología actual, como en la época, es especialmente adversa en esta parte norte de Cataluña. Sobretodo en invierno: frío, muy frío, acompañado de frecuentes precipitaciones y nieve. Así que no cuesta mucho imaginar al antiguo y fatigado peregrino, haciendo un alto en su camino en busca de cobijo y comida. Sólo una noche pero suficiente para seguir ruta a Santiago de Compostela. Hoy no se ofrece cobijo pero sí se organizan cenas medievales, entre otras actividades.
Los peregrinos de la época no sólo buscaban descanso sino las reliquias que Besalú poseía. Pero dejémoslas para más adelante y sigamos. Atravesando el Portal del Huerto, el mejor conservado de toda la muralla y alzando la mirada encontraremos las placas de control del Fluviá. Este río ha forjado las raíces históricas de Besalú junto a sus pobladores perono siempre su convivencia ha sido pacífica: las inundaciones han acontecido en diversas ocasiones y el control sobre el nivel de sus aguas ha sido vital para la supervivencia de la población.
Sin miedo a desbordamientos actuales sigamos hasta llegar a la Plaza de Sant Pere. El magnetismo de esta plaza es perceptible por los sentidos. Aquí se concentraron las instituciones de poder más importantes de la época pero también albergó los restos de los más humildes, en un antiguo cementerio que fue descubierto por unas excavaciones en los noventa. Así pues en la plaza coexistían el monasterio de los benedictinos, la casa del abad, figura de gran poder en la época, una pequeña capilla donde se velaba por las almas de los difuntos y finalmente, y no por ello menos importante, la iglesia de Sant Pere.
Como diría Bernat I “Tallaferro”, uno de los condes más importantes en Besalú, el pueblo necesita grandes construcciones religiosas porque Dios es grande. Y es que en el Besalú medieval existían 7 iglesias siendo la de Sant Pere la más importante de ellas. En 1003 se consagró y hoy, se conserva a la perfección. Piedra a piedra fue levantándose por orden del conde Miró contando con una estructura totalmente románica. Jambas pre-románicas y simbología del siglo XI. El león como alegoría de poder, fuerza y protección en contraposición al mono, encarnando el pecado, o el hombre de circo, simbolizando la distracción mundana. A la derecha, la representación de una persona con brazos y piernas cruzadas en señal de pecado y el león, sobre él, en señal de perdón e invitación a entrar en la casa de Dios.
Entremos. Sant Pere cuenta con tres naves y arco ojival y cuya característica principal es la existencia de un deambulatorio, nada usual en la época, y exclusivo de las iglesias que son objeto de peregrinación.
Y es que esta iglesia contaba con preciadas reliquias. Era el paso obligado del peregrino, que jamás podía pasar por la parte central de la iglesia, donde oraban los monjes, así que entraba y salía por los laterales a través del deambulatorio. Los capiteles, bien conservados, muestran diferentes escenas bíblicas acompañados de animales mitológicos y motivos vegetales. Tomar conciencia del currículum histórico que tiene el suelo que pisamos cobra en esta iglesia más sentido que nunca, ya que en el subsuelo yacen el abad y una fosa común de monjes benedictinos. La calavera y los huesos cruzados son alegorías de igualdad ante la muerte. Como peregrina, pregunto por las reliquias pero fueron trasladadas a otra institución de la época: la iglesia de Sant Vicenç. Vayamos allí para conocerlas.
Accediendo por la Calle Ganganell hasta el callejón que conduce a la iglesia. Y ya desde aquí observamos la bella fachada de la que es considerada como la iglesia parroquial. Sant Vicenç fue fundada en 977 por el conde Miró y en su interior, no solamente se custodian las reliquias sinó las pinturas de la Madre de Dios de los Dolores. Prodigiosas. Si somos piadosos conoceremos los siete dolores de la Virgen, desde el nacimiento de Dios hasta su crucifixión. Y nos asombraremos con las reliquias religiosas. Sin verla escucharemos la historia de la Vera Cruz. Una cruz hecha de madera donde, dícese, que fue clavado Cristo, robada y recuperada posteriormente aunque se duda de su autenticidad. Sin embargo, hagamos acto de fe y si el viajero quiere verla tendrá que ir en Semana Santa o conformarse con conocer la historia y ver las cenizas de algunos santos.
Bajemos por la calle Mayor, eje comercial del Besalú actual y donde se pueden encontrar antiguas y experimentadas charcuterías de elaboración propia y pastelerías con historia centenaria. Si el visitante no está a régimen prueben los carquiñolis o los modernistas y si lo está, confórmese con un delicioso té o una comida baja en calorías y a buen precio en algún restaurante de la vía. Continuemos después por la calle del Puente Viejo, por donde hemos entrado a la población y ahora que ya estamos empapados de historia medieval, conoceremos los únicos baños judíos de toda la península.
A raíz de unas excavaciones llevadas a cabo en el año 2000 se descubrieron los muros de loque se certificaría después como una sinagoga del siglo XI aproximadamente. Sus bases, originarias de la época medieval, hacen posible imaginarse la estructura de este “lugar de reunión”, significado de sinagoga.
En primera instancia, encontramos el patio, donde se llevaban a cabo diferentes actos de importancia en la vida civil, al lado: la escuela, donde se instruía en la Torá y, junto a ella, la sala de oración, exclusivo para los hombres mientras que a las mujeres se les permitía asistir desde una galería superior y a través de algún tipo de rejilla: Jamás un rabino podía ver a una mujer mientras oraba. Bajo suelo, en las profundidades de la tierra, un lugar de purificación: El Miqwé, o baño, respondía a una finalidadexclusivamente religiosa. Con entradas diferenciadas según el sexo, el ritual consta de una serie de inmersiones para purificar el alma.
Dejemos Besalú para seguir nuestro camino. Salgamos a la N-260 dirección a Olot y adentrándonos en esta población tomemos la salida hacia Santa Pau, el otro gran núcleo medieval de la Garrotxa.
Declarado Conjunto Histórico Artístico en 1971, Santa Pau cuenta con un patrimonio natural y arquitectónico único. Situado en medio de una de las zonas volcánicas más importantes de la Península, poblando un valle entre dos cordilleras: la de Finestres y la de Sant Julia del Mont, y atravesado por el río Ser dicen que en Santa Pau las piedras hablan. Y realmente lo hacen porque la toponimia de Santa Pau es original, su casco medieval se ha conservado íntegramente.
Santa Pau siempre fue territorio estable, de paz y de ahí su origen etimológico. De hecho, las primeras noticias de su existencia se remiten al 886, cuando, por primera vez, se sabe de la existencia de un monasterio en la cordillera de Finestres. Más tarde, en el año 1020 ya habitaban los primeros santapaucenses, que en 1278 se instalaron donde hoy se alza Santa Pau. Gracias a Pedro II el Grande, quien les otorgó la concesión de territorio creándose la baronía. Finalmente, en 1300, se autoriza el asentamiento de una población estable alrededor de la residencia del barón. Desde entonces hasta nuestros días.
A través del portal de Sant Antoni, atravesando la plaza Major, llegamos al castillo baronial. Su fachada norte es la originaria. Toco una de sus piedras y una corriente de historia parece atravesar la piel. Con bloques de piedra uniformes y bien trabajados, el castillo fue siempre residencial: nunca tuvo una finalidad bélica. Las demás fachadas han sido restauradas. Sin perder el encanto observo el escudo en la fachada de poniente. Creado por la familia Oms y copiado por el Ayuntamiento, en Santa Pau hubo una crisis dinástica a finales del siglo XV que cambió el linaje hacia dicha familia.
Sigamos hasta el Portal del Mar. A pocos metros, antes de atravesarlo, paro. Esta es la parte más antigua del pueblo. La primera plaza de Santa Pau, donde comerciantes, religiosos y dependientes del castillo construyeron sus casas. Originalmente rectangular y porticada, aunque hoy cuesta de imaginar por construcciones posteriores.
Volviendo a la plaza Major, el centro de la villa, me siento como en medio de un ruedo. De gran tamaño para la época fue el eje principal del comercio de la población. Hoy está cargada de vida. También conocida como Ferial de los Bueyes, está bordeada de arcadas. Las casas, austeras y de fachadas diferentes, cuentan con grandes ventanales que servían de entradas de luz para secar la paja.
El frío aprieta. La respiración se hace dolorosa. Un copo de nieve se posa en la óptica de mi cámara, alzo la vista y a un copo le sigue otro y otro. Los cambios de temperatura son frecuentes en Santa Pau. El cobijo bajo las arcadas góticas de la plaza se convierte en alivio. Erigiéndose como un auténtico aparador del gótico catalán, desde aquí, la visión de la iglesia de Santa María parece de cuento. El campanario de esta construcción dedicada al culto de la virgen está totalmente nevado. La iglesia fue levantada gracias al esfuerzo popular y las donaciones económicas de los barones en el siglo XVI. El altar está dedicado a Santa María, a la izquierda, un santuario al Roser y a la derecha, a San Isidro, patrón de los payeses. Aquí, en la plaza, se encuentra la oficina de turismo donde el visitante puede pedir una visita guiada. Y al frente, una de las tiendas de comestibles típicas de Santa Pau.
De todo el conjunto rural de la zona, Santa Pau se distingue por sus habichuelas. Cultivadas en tierra volcánica es cocinada de mil y una maneras. Los chocolates, mermeladas, miel y la ratafia, un aguardiente mezclado con nueces y plantas aromáticas, también son típicos de la zona. La ratafía es algo fuerte pero ideal para entrar en calor en invierno. Pero sigamos visitando la villa.
Dejando la plaza Major hasta la calle de la Vila, encontramos si cabe un mayor significado a eso de que las piedras hablan. Esta calle albergó en su día sobretodo a artesanos. Sobre las puertas, el testimonio de mis antepasados. “Guardarte quisiera porque con esfuerzo te construí” o “Yo te he construido pero tarde o temprano te derrumbarás” son deseos y miedos de sus habitantes. Y al lado, a pocos metros, símbolos de colectivos profesionales. Un martillo o una paleta, como herreros y paletas, que atestiguan que sí, que en Santa Pau las piedras hablan.
El pueblo llega a su fin por la calle Major pero antes el destino nos depara otra sorpresa. Una puerta abierta y un hombre de mediana edad a la puerta. Me invita a entrar. Es un taller, pequeño y lleno de cerámica. Al final, una pequeña puerta, el comedor y cocina de la casa. Aquí viven Ramón y Esther, donde también trabajan desde hace años. Me ofrecen un té y comenzamos una animada charla.
Artesanos de cerámica firman sus obras como cerámica de Santa Pau. Una obra sencilla y hermosa que venden por encargo y al detalle a turistas. Utilizando técnicas como el engove, muy antigua y de sólo una cocción, recubren el barro rojo y fresco con barro líquido y hacen el relieve con un delicado punzón. Utilizan también el gravado, torneando el barro y, una vez pulido, lo gravan cuando todavía está blando y de ahí al horno, para esmaltarlo después y volver a cocerlo. De una mezcla de las dos técnicas han creado una propia de la que se muestran orgullosos. Para Esther sus obras responden a años de investigación sobre la cerámica catalana antigua y su pretensión es mantener la tradición. Llevan más de 40 años de experiencia en su haber y combinan la cerámica de Santa Pau con proyectos artísticos personales.
Hora ya de seguir nuestro camino entro en un bar en busca de respiro. O más bien un café. Para mi sorpresa Can Pauet, así se llama el bar, resulta ser tan fascinante como Santa Pau. Punto de encuentro en la zona, es común ver a montañeros y amantes del treking hablando con el gerente, que junto a su hijo Pep abrió el local hará unos 50 años. Y es que este bar parece una estación meteorológica más que un lugar donde comer. Con tecnología suficiente Can Pauet es fuente de información para el Servicio meteorológico de Cataluña (meteocat).
Accedo a la carretera local y, pasando por Olot, nuestro próximo destino es Camprodón. Regado por las aguas del Ter y parajes envueltos de naturaleza todavía salvaje, prados donde pastorean vacas y caballos, encontramos Camprodón.
Este núcleo urbano situado en el valle que lleva su mismo nombre, en las confluencias de dos ríos: el Ter y el Ritort es un lugar idóneo para pasear. Adentrándonos en la población llegamos al Puente Nuevo, construido sobre el Ter allá por el siglo XII. Antaño, permitía el acceso a la villa; hoy el Puente es un lugar donde los lugareños acuden a admirar Camprodón desde las alturas. Realmente la panorámica es bellísima. Las aguas están casi heladas. Aquí la temperatura roza los 0º y el bao del aliento parece apunto de helarse. Los niños juegan con la nieve, sus madres les advierten del peligro de caerse. Desde aquí se divisa gran parte de la villa. Camprodón se ha convertido en un paraíso para el turismo de invierno aunque sus posibilidades se extienden a todas las estaciones. Esquí, montañismo, viajes en globo y un comercio dinámico, con la tranquilidad y los servicios de una población mediana.
Entremos al Monasterio de Sant Pere, una construcción de mediados del siglo X llevada a cabo por Wifredo II para los benedictinos y que responde a un estilo románico. Con planta de cruz latina, ábside central y cimborrio octogonal con campanario. A su lado, la Iglesia de Santa María, la iglesia parroquial de estilo medieval y gótico y capilla barroca. Dicen que en Santa María se encuentran los restos de un santo: Sant Patllari, o más bien sus reliquias. Las reliquias de San Patllari fueron localizadas en un pueblito de los alpes franceses pero dice la leyenda que los monjes benedictinos fueron a robarlas para llevarlas a España. Sin embargo, no contaron con la tozudez del animal encargado de trasportarlas, el burro, que, cansado de la peregrinación, decidió plantarse en Camprodón donde quedaron instaladas por mandato animal los restos del santo.
En la oficina de turismo me advierten amigablemente que no puedo marchar sin conocer Beget, un pueblo mágico a su entender. Así que saliendo de Campodrón por la Giv 5220 pongo rumbo a este nuevo y último destino.
La carretera de doble direccionalidad sorprende por su estrechez y alerta los sentidos ante los acantilados que se proyectan. Bordeando el collado de la Buixeda, de pendiente pronunciada, y serpenteando la naturaleza, uno entiende el porqué de la advertencia de no adentrarse en la carretera si la climatología no acompaña. Despacio por precaución y despacio también por lo que a la vista maravilla, los poblados de la zona están en declive desde hace años. Su despoblación a causa de la emigración hacia zonas industrializadas y la dificultad de sus accesos han convertido a estos pueblos en lugares fantasmagóricos. Bellos en su fisonomía y solitarios por el abandono de presencia humana. Cargados de una historia milenaria, que, pese a la pequeñez en dimensiones, los hace grandes en testimonio histórico, encontramos Beget. No sobrepasando la veintena de habitantes, en Beget parece haberse detenido el tiempo. Este pintoresco pueblo al pie de cordillera: rodeado de bosques de hayas, pinos, de torrentes y rieras que confluyen en medio de la villa y más adelante al río; mantiene intacta su toponimia desde el año 1017 y guarda entre sus raíces un misterioso suceso.
Sus dos joyas más preciadas son la Iglesia de Sant Cristòfol, adscrita desde 1931 en el Tesoro Artístico Nacional, y la Majestad, considerada la imagen religiosa más importante de la comarca y que oculta un oscuro misterio.
Sin saberse la procedencia, dícese de su Majestad, hecha de alabastro y que representa en doce recuadros las diferentes escenas del ciclo navideño y de la Virgen, que era venerada en tiempos de los sarracenos y la reconquista en una pequeña iglesia en la cima de la montaña y que fue trasladada a la parroquia del pueblo. Lo cierto es que no se ha podido probar su procedencia pero Beget guarda bajo llave de su custodio, a quien no le gusta que los visitantes hagan fotos y quien cobra 1 euro por la visita, esta imagen divina, tan atractiva como misteriosa. El Cristo rasta, como le llaman en Beget, y ciertamente tiene un aire rastafari, se encuentra bien protegido en la iglesia de tan solo una nave, con vuelta de cañón y cuatro arcos esculpidos austeramente y con cornisa elegante. Su campanario de planta cuadrada y de tres pisos hace de referencia al visitante desde las alturas de la montaña.
Beget es solitario, mágico, tan tranquilo que los únicos ruidos que se escuchan son mis pasos. Una experiencia intrínseca, una invitación a la meditación, a una conexión del yo y la naturaleza; pueblos que han sobrevivido al tiempo y a las civilizaciones y que esperemos no sean estos mismos los que acaben con ellos.
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